Huía de una noche que la
perseguía, de un frío demasiado penetrante, de unas estrellas lentas que se
volvían acechadoras. Tropezó con el horizonte, llenó de luz pálida las colinas
y tubo que alzarse oscilando entre la mañana vivaz y la oscuridad torpe. Su
velo de oro transparente se precipitó sobre los edificios, quedó desgarrado por
el campanario, tiñó de ámbar las aguas y la sujetó inmóvil entre dos
colinas.
Una mañana precipitada, gobernada
por aquella luna casi abatida, inició ese día de marzo.
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