Pegué la oreja a la pared que yo
misma había pintado de malva y escuché. Era difícil imaginar lo que pasaba al
otro lado, los murmullos de palabras se acercaban lentamente para después
desvanecerse entre más susurros incomprensibles. No se oían andares ajetreados,
respiraciones rápidas, golpes o cualquier otro indicio de movimiento. Solo esos
hilos de voz mezclados entre palabras aleatorias. Permanecí así mucho tiempo,
con la mejilla fría apretada contra la pared y esos sonidos filtrándose en mi
cabeza.
Un viejo hombre de mundo entra en
su nuevo estudio. Ha traído con él un par de cajas que deja al lado de la
ventana. La chica joven que le sigue arrastra una maleta de viaje gris. «Puede dejarla junto la mesa. Muchas gracias. Espero no
molestarla». Ella le sonríe y se despide, «Si necesita algo, estaré aquí
al lado». Cuando se queda solo cuelga el abrigo en el perchero y observa esa
pequeña habitación: un armario en la esquina, la cama pegada a la pared de la
derecha, una mesa al lado de la puerta y un par de sillas, el perchero a su izquierda,
al lado de la ventana. Le gusta, es un lugar acogedor y sencillo, perfecto para
sus compañeras de viaje. En media hora se ha instalado, ha colgado la ropa
dentro del armario y los zapatos en el cajón. Ahora debe ponerse a trabajar:
coloca las dos cajas encima de la mesa, abre la más grande y saca un montón de
hojas en blanco, unas pinzas y sus gafas viejas. Cierra los ojos y escucha el
silencio unos instantes antes de abrir la segunda caja. Levanta la tapa
cuidadosamente, estira el pañuelo añil con delicadeza y susurra: «Buenos
días, pequeñas. Ya hemos llegado, podéis salir». De repente, empieza a soplar
una brisa muy suave y el silencio se llena de palabras. Las hay de todas
clases: juguetonas, tímidas, rápidas, sencillas, arrogantes, irónicas, diminutas,
lejanas... Se pasean entre aquellas cuatro paredes, algunas descansan sobre los
hombros del viejo que ya se ha puesto las gafas y sujeta las pinzas con la mano
derecha. «Chicas, tranquilizaos, os necesito cerca. ¡Vamos!».
Poco a poco, el hombre selecciona
con suavidad sus compañeras y las estira con ternura sobre las hojas en blanco.
Va tejiendo su historia, como un artesano más, con las manos curtidas y la
experiencia en las arrugas. Hace años que aprendió a jugar con el silencio de
las palabras.
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