viernes, 28 de febrero de 2020

Todo lo que cae del cielo


A Iván, por si alguna vez caes del cielo.

Hace un par de noches, justo cuando uno de mis sueños llegaba a lo que parecía un final, una fuerte brisa transparente me despertó. Noté como había algo a los pies de mi cama, algo entre luminoso y apagado que no se había decidido a ser pesado o no. Después de incorporarme y arrodillarme sobre las sabanas, acerqué mi cara curiosa y calvé los ojos sobre aquella presencia mientras me arrimaba un poco más. Lentamente, muy lentamente... Un poco más... todavía un poco más... Desprendía una calidez agradable que se podía tocar con las manos, olía a hierba fresca, a libro viejo, a taza de chocolate caliente, a... Y, de repente, estalló silenciosamente dejando caer de su interior una luz blanquecina y ligera. La recogí entre mis manos, la contemplé y analicé, intentaba ver lo que había en ella. En un parpadeo, todo su resplandor se volatilizó y un polvo más claro aún me cegó un instante. 
Al volver de la oscuridad de esa invidencia, vi cómo se encendían mil estrellas en el techo negro y percibí, como si se tratara de una intuición, que faltaba una. 
Guardo en una caja todo lo que cae del cielo.

Luces de mañana


Huía de una noche que la perseguía, de un frío demasiado penetrante, de unas estrellas lentas que se volvían acechadoras. Tropezó con el horizonte, llenó de luz pálida las colinas y tubo que alzarse oscilando entre la mañana vivaz y la oscuridad torpe. Su velo de oro transparente se precipitó sobre los edificios, quedó desgarrado por el campanario, tiñó de ámbar las aguas y la sujetó inmóvil entre dos colinas. 
Una mañana precipitada, gobernada por aquella luna casi abatida, inició ese día de marzo.

El silencio de las palabras


Pegué la oreja a la pared que yo misma había pintado de malva y escuché. Era difícil imaginar lo que pasaba al otro lado, los murmullos de palabras se acercaban lentamente para después desvanecerse entre más susurros incomprensibles. No se oían andares ajetreados, respiraciones rápidas, golpes o cualquier otro indicio de movimiento. Solo esos hilos de voz mezclados entre palabras aleatorias. Permanecí así mucho tiempo, con la mejilla fría apretada contra la pared y esos sonidos filtrándose en mi cabeza.
Un viejo hombre de mundo entra en su nuevo estudio. Ha traído con él un par de cajas que deja al lado de la ventana. La chica joven que le sigue arrastra una maleta de viaje gris. «Puede dejarla junto la mesa. Muchas gracias. Espero no molestarla». Ella le sonríe y se despide, «Si necesita algo, estaré aquí al lado». Cuando se queda solo cuelga el abrigo en el perchero y observa esa pequeña habitación: un armario en la esquina, la cama pegada a la pared de la derecha, una mesa al lado de la puerta y un par de sillas, el perchero a su izquierda, al lado de la ventana. Le gusta, es un lugar acogedor y sencillo, perfecto para sus compañeras de viaje. En media hora se ha instalado, ha colgado la ropa dentro del armario y los zapatos en el cajón. Ahora debe ponerse a trabajar: coloca las dos cajas encima de la mesa, abre la más grande y saca un montón de hojas en blanco, unas pinzas y sus gafas viejas. Cierra los ojos y escucha el silencio unos instantes antes de abrir la segunda caja. Levanta la tapa cuidadosamente, estira el pañuelo añil con delicadeza y susurra: «Buenos días, pequeñas. Ya hemos llegado, podéis salir». De repente, empieza a soplar una brisa muy suave y el silencio se llena de palabras. Las hay de todas clases: juguetonas, tímidas, rápidas, sencillas, arrogantes, irónicas, diminutas, lejanas... Se pasean entre aquellas cuatro paredes, algunas descansan sobre los hombros del viejo que ya se ha puesto las gafas y sujeta las pinzas con la mano derecha. «Chicas, tranquilizaos, os necesito cerca. ¡Vamos!».
Poco a poco, el hombre selecciona con suavidad sus compañeras y las estira con ternura sobre las hojas en blanco. Va tejiendo su historia, como un artesano más, con las manos curtidas y la experiencia en las arrugas. Hace años que aprendió a jugar con el silencio de las palabras. 

Ausencia I


 (Otro 3 de mayo)
He llegado tarde otra vez
y tu te has ido muy pronto.
Y ya no hay palabras, risas,
reflejos o lirios que valgan.
No hay años libres de ausencia,
no hay cielos libres de azul;
solo existen tristezas libres,
sin cuerdas, sin rastros.

He llegado tarde otra vez
y has desaparecido pronto:
entre estrellas, has caído en luces.
Las flores de nuestra primavera,
la marcha de nuestro reloj, 
se han desacompasado
y desaparecen.
Como tú.

Impresiones I


Vaya, por ahí viene. Lleva esa chaqueta que me gusta y sus bambas favoritas, combinan perfectamente con esa sonrisa. «Hola, pequeña» y me da un beso en la mejilla, como hace siempre. ¿Qué hace mirándome así? Nunca me mira así. ¿Qué ha cambiado en estas últimas horas? Me ha agarrado la mano con fuerza y justo ahora puedo oír el retorno de las olas cerca de la playa. Intento distraerme mientras caminamos hasta la entrada del teatro: me imagino que cuando salgamos el cielo ya estará lleno de estrellas. ¿Habrá luna? Será genial si nos la encontramos de repente, como por sorpresa. ¡Uy! No me acordaba que en esta esquina se pone ese hombre con su guitarra para entretener a la gente que pasa. A veces se gana algunas monedas y se las guarda en el calcetín. La chica de las entradas parece sacada de uno de esos grupos de rock con chicos melenudos tocando la batería. «Dos, por favor». Qué educado, cuando se pone así la voz se les vuelve aterciopelada y un poco más grave y oscura. Le pasa algo parecido cuando recita esos poemas que escribe por las noches, es como si sus palabras tuvieran una especie de resplandor único. Aún no me ha dicho nada, ¿a qué está esperando? Menos mal, hemos llegado pronto y no hay mucha cola. Me quedo mirando nuestros pies, sus bambas favoritas que ya había reconocido antes y mis botas con los cordones medio desatados. El bolsillo del pantalón ha vibrado un momento, debe ser un mensaje de mamá para contarme como van sus vacaciones. «Hola, cariño. Hoy hemos probado el helado de pistacho, mira qué pinta». Me echo a reír, ese helado tiene que estar asqueroso, ni siquiera tiene el color de los pistachos. «¿Qué te parece? Le puedo decir a mi madre que te traiga un poco». Su cara de repelús responde por él, odia los pistachos y lo sé, es solo otro entretenimiento para pasar el rato hasta que nos toque entrar. Ahora que tengo el teléfono en la mano, voy a pararlo antes de guardarlo, odio saber que está encendido mientras disfruto de una obra. Detrás se han colado dos señores en corbata que hablan de política. Me encanta su cara de concentrado. Este juego me empieza a parecer aburrido, pero no puedo perderme sus expresiones al intentar memorizar lo que escucha. Siempre gana, recuerda tantas cosas que a veces es capaz de recrear conversaciones enteras él solo. Como aquella vez en la panadería con la conversación sobre las fresas, eso fue divertido. Vaya, me he perdido el momento en que se ha dado cuenta que no entendía nada y ha dejado de darle importancia. Tal vez ha visto que yo no le ponía atención y ha dejado de jugar. Buf, ya pasado mucho tiempo y seguimos aquí. Incluso ese gato de ahí se ha movido más que nosotros. Es mono, se parece al gato de mi tía, siempre cuelga fotos suyas en internet diciendo que es el mejor gato del mundo. ¡Por fin! Con el frío que empezaba a hacer fuera se agradece este aire calentito del pasillo. «Hoy he leído una palabra muy rara y he pensado que podías coleccionarla con las otras». Pues venga, con la ilusión que me hacen a mí las palabras raras. «Zurcefrenillos». ¿Y eso qué es? Tal vez sea un instrumento médico o… «Es un insulto, pero aún no lo había oído nunca». Vaya hombre, un insulto… Pero hay que reconocer que tiene su gracia, zurcefrenillos… Zurcefrenillos… «Es de esas palabras que cuando las repites parece que las dices mal». ¡Uy! Lo he dicho en voz alta. Nunca pierde oportunidad para reírse de mí. Ya sé que no lo hace para ofenderme, siempre dice que le hacen gracia mis ocurrencias y añade «nuestra amistad no sería igual sin ellas». Estos asientos son tan cómodos… Amistad, siempre que sale de su boca me parece una palabra infinita, y nunca sé si eso me gusta. Pero ya me conozco, tiendo a procrastinar decisiones como esa. Es curioso, no me había fijado nunca que para mí la palabra soledad es una pincelada de oportunidades. Qué caos tan dulce, se lo contaré a él cuando salgamos. La obra empieza y aún no me ha contado nada sobre lo que ocurre. En el instante de oscuridad de la sala parece que el reposabrazos de nuestros asientos se separa a una distancia incomprensible. Creo que tendré que esperar a que se enciendan las luces de nuevo para saber qué esconde en sus ojos esta vez. 

Algunas noches de verano me recuerdan a ti


Algunas noches de verano me recuerdan a ti. Sobre todo  aquellas que perfilan el cielo con nubes intermitentes y empapan las calles de lágrimas. Siempre hay alguna que te obliga a ponerte pantalones largos otra vez o a dormir con la ventana cerrada. ¿Qué dices? Ah, pues no lo sé, también me pregunto lo mismo siempre: ¿por qué pienso en él? Pero después de tanto tiempo me he guardado algunas teorías. No, ahora no vienen a cuento. Te decía que algunas noches de verano me recuerdan a ti. No solo las que perfilan el cielo con nubes intermitentes y empapan las calles de lágrimas, también esas que son tan transparentes que te dejan ver el universo entero. Bueno, ya me entiendes, cuando te tumbas en el suelo y observas como van apareciendo más y más lucecitas brillantes y te imaginas que ves el universo entero. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad? Tal vez es porque me imagino contigo mirando el universo, sintiéndonos pequeños mientras discutimos sobre todo lo que no nos hemos dicho nunca, alejándonos el uno del otro con nuestras palabras. Sabes muy bien que es así, las palabras a veces nos alejan. Sí, claro que no es así siempre, si lo fuera tal vez no te diría nada de todo esto. Escucha, de verdad que algunas noches de verano me recuerdan a ti. Incluso las noches ausentes, aquellas que casi no existen, las que pasan sin ningún propósito, por ninguna razón; pasan y ya está. Las que solo pasan pero te dejan aquel regusto a tiempo perdido que no puedes sacarte de la cabeza durante días. No, no te lo cojas así, no es que tú seas ausente. Aunque tal vez sí lo seas un poco, solo a veces. Me gusta pensar que esas noches me obligan a echarte de menos, como se echa de menos el tiempo perdido que te deja aquel regusto, como se echa de menos aquello que casi no existe y pasa y ya está, y lo hace claramente delante de tus ojos. Seguro que conoces esa sensación, seguro que una diminuta pincelada de tu vida se ha esfumado así. Lo peor es que nunca conoces el porqué. ¿Cómo? Sí, exacto, nunca sabes porque desaparece de esa forma… ¿Y si solo es por eso que las noches de verano me recuerdan a ti? A lo mejor solo estás aquí para pasar y ya está, para acabar esfumándote sin saber porque, para echarte de menos cuando estás ausente y poder alejarte con todas estas palabras y hacerte sentir pequeño bajo el universo. Y tal vez es el universo el que quiere perfilar el cielo con nubes intermitentes y empapar las calles de lágrimas y hacer que me acuerde de ti. Sí, tú también lo crees, ¿verdad? Es por eso que las noches de verano me recuerdan a ti.